miércoles, 23 de octubre de 2013

Diario de una lectura inconclusa: “La montaña mágica”


Por tercera vez me enfrento al reto que supone leer “La montaña mágica”. Las dos anteriores fracasé incapaz de pasar de los primeros capítulos, presa, lo confieso, de un aburrimiento mortal que me impedía seguir adelante y me obligaba a preguntarme, una y otra vez, qué es lo que hacía a este libro tan especial, por qué tantos autores, a los que admiro, se referían a él como una obra maestra de la literatura (uno de los que me viene ahora a la cabeza es Terenci Moix en sus memorias “El peso de la paja”, aunque no recuerdo exactamente en cual de los tres volúmenes, que componen las mismas, la cita).

Como no era capaz de escapar de ese sanatorio, empecé a pensar que quizá carecía de la formación necesaria para entender la novela, aunque, siendo sincera, creo que se trataba más de fastidio por no encontrar en esas primeras páginas algo que atrapara mi atención y me desvelara el secreto de tan aclamada obra.

Si lo piensas bien es fácil suponer que si Thomas Mann tardó más de diez años en completar este texto tampoco podía estar al alcance de cualquier lector si éste no estaba dispuesto a arremangarse, bregar contra las dificultades y no dejarse arrastrar por las primeras impresiones.

Por eso he decidido que vamos a reencontrarnos, el libro y yo, en la calidez e intimidad de mi rincón de lectura, para emprender juntos el camino del mutuo entendimiento. Vamos a iniciarlo sin influencias externas, sin prefacios  aclaradores ni eruditos empeñados en ejercer una labor de interpretación que nadie les ha pedido.

No quiero que me expliquen lo que esta obra representa, lo que debo sentir al leerla ni que me desvelen su simbología si es que la tiene. Como aficionada al senderismo de montaña conozco bien el esfuerzo que supone llegar a lo alto, pero también sé del placer que ello comporta.

Si el destino quiere que descifre donde reside la magia de esta montaña, lo haré; en caso contrario, volverá al fondo de la estantería para seguir almacenando ese polvo, chivato y delator, que le recordará al mundo, y sobre todo a mí misma, que la novela me venció.

En el último tramo del viaje desde Hamburgo hasta Davos, subida en el traqueteante, renqueante y ruidoso tren alpino, acompaño al protagonista,  Hans Castorp, hasta el Sanatorio Internacional Berghof, situado en una montaña a más de 1.600 metros de altitud (este dato, puesto que desde hace varios años paso mis veranos en el Pirineo oscense, alojada en el Hospital de Benasque, a 1.750 metros de altura, no me impresiona pero me ayuda a empatizar con Hans y su estado de ánimo ante un paisaje tan espectacular y ajeno, donde tan fácil resulta perder la noción del tiempo).

El primer capítulo me resulta anodino. Paso por él, nuevamente, sin que nada despierte mi curiosidad salvo el uso de alguna palabra poco usual que puede deberse tanto al escritor como al traductor.

El segundo es otra historia. Recurriendo a la analepsis (me encanta emplear este término en vez del anglicismo flashback) el escritor nos traslada a la infancia de Hans, y ahí sus reflexiones sobre el fin de la vida me impactaron: no recuerdo haber leído una descripción de la muerte tan real, tan fría, sin resquicios por los que puedan colarse falsos sentimentalismos o ataques tardíos de fe redentora que hagan de ese momento algo medianamente llevadero. ¡Realmente impresiona!

“(…) murió tras largos tormentos y luchas, pues (…) era de una naturaleza difícil de abatir y profundamente arraigada en la vida”. Estas palabras me hicieron recordar a alguien a quien, pese a no ser de mi familia, apreciaba y cuya muerte sentí. Reproduzco lo que escribí en su memoria:
 In memoriam

Ha muerto Santiago con 84 años, muy peleados, a las costillas. Lo ha hecho en silencio y soledad.

Apenas un año ha sobrevivido a su mujer, casi como si se hubieran puesto de acuerdo para no demorar su reencuentro donde quiera que vaya uno cuando se va.

Lo conocí ya mayor pero seguía siendo un “polvorilla”. Bien dicen que “el que tuvo retuvo” y los años no le restaron ni un ápice de la sorna manchega ni de ese genio del demonio que lo caracterizaba. Con la misma facilidad con la que se tomaba un carajillo en “La Sociedad”, era capaz de estar todo el día trabajando y al regresar al pueblo aún le quedaba ímpetu suficiente para quedar mal con toda la familia (bastante numerosa por cierto) si hacía falta.

Famoso por sus prontos y su incapacidad para pedir disculpas a mí siempre me hizo gracia. Creo que nos respetábamos porque ambos adivinábamos en el otro la misma guasa y parecido carácter.

A la muerte le ha costado llevárselo porque su resistencia ha sido salvaje, casi brutal, hasta el final, como correspondía a un hijo de su tiempo.

Sentí su muerte y mucho, pero también alivio cuando dejó de luchar.

¡Descansa en paz!

En su honor, unos versos de Machado que parecían escritos para él:

Al fin, una pulmonía
mató a don Guido, y están
las campanas todo el día
doblando por él: ¡din-dan!


Murió don Guido, un señor
de mozo muy jaranero,
muy galán y algo torero;
de viejo, gran rezador.


Gran pagano,
se hizo hermano
de una santa cofradía;
el Jueves Santo salía,
llevando un cirio en la mano
¡aquel trueno!—,
vestido de nazareno.


Hoy nos dice la campana
que han de llevarse mañana
al buen don Guido, muy serio,
camino del cementerio.


Buen don Guido, ya eres ido
y para siempre jamás...
Alguien dirá: ¿Qué dejaste?
Yo pregunto: ¿Qué llevaste
al mundo donde hoy estás?


Buen don Guido y equipaje,
¡buen viaje!...
El acá
y el allá,
caballero,
se ve en tu rostro marchito,
lo infinito:
cero, cero.


¡Oh las enjutas mejillas,
amarillas,
y los párpados de cera,
y la fina calavera
en la almohada del lecho! 


Día 2:
El capítulo tres sirve para que el autor, a través de los ojos burgueses, faltones y llenos de prejuicios de Hans, nos vaya presentando a la variada fauna que habita el sanatorio. En esa primera toma de contacto ninguno de ellos logra un veredicto agradable. A quien no califica directamente de bajo, sucio o feo, tilda de inculto, ignorante o grosero, sin ser consciente de que, al hacerlo, nos está ofreciendo su propio retrato: el de un joven endeble, falto de carácter y voluntad, aficionado a los placeres de la vida, acostumbrado a una existencia cómoda, petulante, egoísta y bastante vanidoso ¡No se hace simpático la verdad!

Al acabar este capítulo me he dado cuenta de por qué siento rechazo hacia este libro: no me gusta como está escrito. No es el contenido es la forma. He leído que los nazis despreciaban “La montaña mágica” porque consideraban que elogiaba la decadencia  y que se burlaba del heroísmo militar que ellos propagaban. Aún es pronto para saber si eso es cierto o no, pero, ahora mismo, si  tuviera que elegir una palabra para definir el estilo literario de Thomas Mann sería marcial. Su forma de narrar, que parece discurrir al ritmo de una marcha militar, es pulcra, distante y estricta: estos son los personajes, estos los hechos, esta la historia. 

Veremos como continua....

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