Por tercera vez me enfrento al reto que supone leer “La montaña mágica”. Las dos anteriores fracasé incapaz de pasar de los primeros capítulos, presa, lo confieso, de un aburrimiento mortal que me impedía seguir adelante y me obligaba a preguntarme, una y otra vez, qué es lo que hacía a este libro tan especial, por qué tantos autores, a los que admiro, se referían a él como una obra maestra de la literatura (uno de los que me viene ahora a la cabeza es Terenci Moix en sus memorias “El peso de la paja”, aunque no recuerdo exactamente en cual de los tres volúmenes, que componen las mismas, la cita).
Como no era capaz de escapar de ese
sanatorio, empecé a pensar que quizá carecía de la formación necesaria para
entender la novela, aunque, siendo sincera, creo que se trataba más de fastidio
por no encontrar en esas primeras páginas algo que atrapara mi atención y me
desvelara el secreto de tan aclamada obra.
Si lo piensas bien es fácil suponer que si Thomas Mann tardó más de diez años en
completar este texto tampoco podía estar al alcance de cualquier lector si éste
no estaba dispuesto a arremangarse, bregar contra las dificultades y no dejarse
arrastrar por las primeras impresiones.
Por eso he decidido que vamos a
reencontrarnos, el libro y yo, en la calidez e intimidad de mi rincón de
lectura, para emprender juntos el camino del mutuo entendimiento. Vamos a
iniciarlo sin influencias externas, sin prefacios aclaradores ni eruditos empeñados en ejercer
una labor de interpretación que nadie les ha pedido.
No quiero que me expliquen lo que esta obra
representa, lo que debo sentir al leerla ni que me desvelen su simbología si es
que la tiene. Como
aficionada al senderismo de montaña conozco bien el esfuerzo que supone llegar
a lo alto, pero también sé del placer que ello comporta.
Si el destino quiere que descifre donde
reside la magia de esta montaña, lo haré; en caso contrario, volverá al fondo
de la estantería para seguir almacenando ese polvo, chivato y delator, que le
recordará al mundo, y sobre todo a mí misma, que la novela me venció.
En el último tramo del viaje desde Hamburgo
hasta Davos, subida en el traqueteante, renqueante y ruidoso tren alpino,
acompaño al protagonista, Hans Castorp, hasta el Sanatorio
Internacional Berghof, situado en una montaña a más de 1.600 metros de
altitud (este dato, puesto que desde hace
varios años paso mis veranos en el Pirineo oscense, alojada en el Hospital de
Benasque, a 1.750
metros de altura, no me impresiona pero me ayuda a empatizar
con Hans y su estado de ánimo ante un paisaje tan espectacular y ajeno, donde
tan fácil resulta perder la noción del tiempo).
El primer capítulo me resulta anodino. Paso
por él, nuevamente, sin que nada despierte mi curiosidad salvo el uso de alguna
palabra poco usual que puede deberse tanto al escritor como al traductor.
El segundo es otra historia. Recurriendo a la
analepsis (me encanta emplear este
término en vez del anglicismo flashback) el escritor nos traslada a la
infancia de Hans, y ahí sus reflexiones sobre el fin de la vida me impactaron:
no recuerdo haber leído una descripción de la muerte tan real, tan fría, sin resquicios
por los que puedan colarse falsos sentimentalismos o ataques tardíos de fe
redentora que hagan de ese momento algo medianamente llevadero. ¡Realmente
impresiona!
“(…) murió tras largos tormentos y luchas, pues (…) era de una
naturaleza difícil de abatir y profundamente arraigada en la vida”. Estas palabras me
hicieron recordar a alguien a quien, pese a no ser de mi familia, apreciaba y
cuya muerte sentí. Reproduzco lo que escribí en su memoria:
In memoriam
Ha
muerto Santiago con 84 años, muy peleados, a las costillas. Lo ha hecho en
silencio y soledad.
Apenas
un año ha sobrevivido a su mujer, casi como si se hubieran puesto de acuerdo
para no demorar su reencuentro donde quiera que vaya uno cuando se va.
Lo
conocí ya mayor pero seguía siendo un “polvorilla”.
Bien dicen que “el que tuvo retuvo” y
los años no le restaron ni un ápice de la sorna manchega ni de ese genio del
demonio que lo caracterizaba. Con la misma facilidad con la que se tomaba un
carajillo en “La Sociedad”, era capaz
de estar todo el día trabajando y al regresar al pueblo aún le quedaba ímpetu
suficiente para quedar mal con toda la familia (bastante numerosa por cierto) si hacía falta.
Famoso
por sus prontos y su incapacidad para pedir disculpas a mí siempre me hizo
gracia. Creo que nos respetábamos porque ambos adivinábamos en el otro la misma
guasa y parecido carácter.
A
la muerte le ha costado llevárselo porque su resistencia ha sido salvaje, casi
brutal, hasta el final, como correspondía a un hijo de su tiempo.
Sentí
su muerte y mucho, pero también alivio cuando dejó de luchar.
¡Descansa
en paz!
En
su honor, unos versos de Machado que parecían escritos para él:
mató a don Guido, y están
las campanas todo el día
doblando por él: ¡din-dan!
Murió don Guido, un señor
de mozo muy jaranero,
muy galán y algo torero;
de viejo, gran rezador.
Gran pagano,
se hizo hermano
de una santa cofradía;
el Jueves Santo salía,
llevando un cirio en la mano
— ¡aquel trueno!—,
vestido de nazareno.
Hoy nos dice la campana
que han de llevarse mañana
al buen don Guido, muy serio,
camino del cementerio.
Buen don Guido, ya eres ido
y para siempre jamás...
Alguien dirá: ¿Qué dejaste?
Yo pregunto: ¿Qué llevaste
al mundo donde hoy estás?
Buen don Guido y equipaje,
¡buen viaje!...
El acá
y el allá,
caballero,
se ve en tu rostro marchito,
lo infinito:
cero, cero.
¡Oh las enjutas mejillas,
amarillas,
y los párpados de cera,
y la fina calavera
en la almohada del lecho!
Día 2:
El capítulo tres sirve para que el autor, a
través de los ojos burgueses, faltones y llenos de prejuicios de Hans, nos vaya
presentando a la variada fauna que habita el sanatorio. En esa primera toma de
contacto ninguno de ellos logra un veredicto agradable. A quien no califica
directamente de bajo, sucio o feo, tilda de inculto, ignorante o grosero, sin
ser consciente de que, al hacerlo, nos está ofreciendo su propio retrato: el de
un joven endeble, falto de carácter y voluntad, aficionado a los placeres de la
vida, acostumbrado a una existencia cómoda, petulante, egoísta y bastante
vanidoso ¡No se hace simpático la verdad!
Al acabar este capítulo me he dado cuenta de
por qué siento rechazo hacia este libro: no me gusta como está escrito. No es
el contenido es la forma. He
leído que los nazis despreciaban “La
montaña mágica” porque consideraban que elogiaba la decadencia y que se burlaba del heroísmo militar que
ellos propagaban. Aún es pronto para saber si eso es cierto o no, pero, ahora
mismo, si tuviera que elegir una palabra
para definir el estilo literario de Thomas Mann sería marcial. Su forma de narrar, que parece discurrir al ritmo de una
marcha militar, es pulcra, distante y estricta: estos son los personajes, estos
los hechos, esta la historia.
Veremos como continua....
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