Esta película del director alemán Philipp Stölzl, basada en la novela homónima
de Noah Gordon, narra la vida
de Rob
Cole en el Londres del año 1010, en plena Edad Media, quien al
quedarse huérfano consigue sobrevivir ofreciéndose como aprendiz de Henry Croft, un mercachifle que recorre
el país con espectáculos de malabarismo que atraen al público a su negocio de barbero
en el que lo mismo afeita barbas, que extrae muelas, coloca huesos y vende brebajes
misteriosos que remedian cualquier mal. Aprende con él los rudimentos de la
práctica médica permitida por la iglesia, hasta que un buen día, impelido por su
ansía de curar y un don misterioso que le permite adivinar, con solo tocarla,
si una persona está próxima a morir, decide atravesar medio mundo para estudiar
medicina con Ibn Sina (fantástico como siempre Ben Kingsley).
Una historia, épica, bien ambientada,
entretenida (aunque excesivamente larga),
pero bastante superficial. ¡Carece de alma! Vale más por sus silencios que por
sus palabras. ¿Qué quiero decir con esto? Pues que la película aunque no ha
alimentado en mí deseo alguno de leer el best seller en el que está basada, si ha despertado mi
curiosidad sobre la práctica de la medicina en esa etapa histórica y sobre cómo
la misma, entremezclada con ritos, religiones y falsas creencias, determinaba
la vida o la muerte de las personas.
El Imperio romano occidental se
desmorona. Al caos político, la miseria y el hambre, se añade una sucesión de
plagas y epidemias que propician el abandono de los cultos tradicionales a las
deidades romanas.
El
sufrimiento y el miedo a la muerte, causado por esas epidemias contra las que
no se conocían tratamientos efectivos, hizo crecer la desconfianza en los médicos.
En un momento de desmoralización generalizada, la religión cristiana, con su
Dios que sanaba tanto el alma como el cuerpo, se presentó como una oportunidad
de salvación para los pobres y desesperados. Puesto que el cristianismo predicaba
la caridad y el amor al prójimo, sus seguidores, durante las numerosas epidemias
que asolaron el Imperio en esos tiempos, cuidaron a los enfermos pese al alto
riesgo de contagio existente, lo que le ayudó a ganar adeptos.
La medicina
religiosa cristiana (que empleaba el
rezo, la unción con aceite sagrado y la curación por el toque de la mano de un
santo, como principales medidas terapéuticas) consideraba un deber cuidar
al enfermo, pero no se preocupaba de infecciones, ni de posibles contratiempos
durante la convalecencia, ni de investigar las causas de las enfermedades: eso formaba
parte de la voluntad de Dios y como tal se aceptaba y no se cuestionaba.
La
Iglesia empezó a combatir las otras formas de medicina que se ejercían porque se
basaban en prácticas paganas, dedicando especial atención y celo a las mujeres
sanadoras que eran perseguidas como brujas: “Las brujas sanadoras a
menudo eran las únicas personas que prestaban asistencia médica a la gente del
pueblo que no poseía médicos ni hospitales y vivía pobremente bajo el yugo de
la miseria y la enfermedad. (…) Ante la realidad de la miseria de los pobres,
la Iglesia echaba mano del dogma según el cual todo lo que ocurre en este mundo
es banal y pasajero. Pero también se aplicaba un doble rasero, pues la Iglesia
no se oponía a que las clases altas recibieran atención médica. Reyes y nobles
tenían sus propios médicos de corte, que eran varones y a veces incluso
sacerdotes. Se consideraba aceptable que médicos varones atendieran a la clase
dominante bajo los auspicios de la Iglesia, pero no en cambio la actividad de
las mujeres sanadoras como parte de una subcultura campesina.
(…)
Los métodos utilizados por las brujas sanadoras representaban una amenaza tan
grande (al menos para la Iglesia católica y en menor medida también para la
protestante) como los resultados que aquellas obtenían, porque en efecto, las
brujas eran personas empíricas: confiaban mas en sus sentidos que en la fe o en
la doctrina; creían en la experimentación, y en la relación entre causa y
efecto. No tenían una actitud religiosa pasiva, sino activamente indagadora“. (“Brujas, parteras y enfermeras”, Bárbara Ehrenreich y Deirdre English)
El oficio de
cirujano-barbero ¿diabólico?
El nacimiento de esta
peculiar profesión se debió a las disputas entre ambos gremios: los cirujanos tenían
estudios pero eran caros; los barberos, incultos e ignorantes, resultaban más económicos
y contaban con una cartera de servicios variada por lo que su lista de clientes
superaba con creces a la de los primeros. No hace falta decir que cuando se
acudía al barbero la mayoría de las veces era peor el remedio que la
enfermedad. Un ejemplo para ilustrarlo: ofrecían como remedio para un simple
dolor de cabeza una trepanación, pues pensaban que cortando un trozo de cráneo
se aliviaba la presión sobre el cerebro causante del dolor. ¡Gracias al inventor
del ibuprofeno!
Con la llegada de la
primavera la gente solía hacerse una sangría pues se creía que sacar el exceso
de sangre equilibraba los humores del cuerpo con lo que se era más resistente a
las enfermedades. Para este tratamiento solían usar repugnantes sanguijuelas
que colocaban al incauto de turno por todo el cuerpo. Los no partidarios del
método anterior disponían de otro más avanzado: sumergían
el brazo del infeliz en agua caliente a fin de que las venas resaltaran y así poder
verlas mejor. El paciente se agarraba con fuerza a un poste para que las venas
se hincharan y entonces el barbero hacía una incisión en la elegida (cada vena era asociada a un órgano) para
que la sangre brotara y cayera en un recipiente, denominado sangradera, que
hacía las veces de medidor de la cantidad extraída. ¿Y aún se preguntan de dónde
viene lo de “paciente”).
Y mientras en Oriente…
Durante
los siglos en los que Europa estuvo sumergida en la Edad Media, Persia florecía
intelectualmente y su escuela de medicina se convirtió en el centro principal
de la educación médica en el mundo árabe (sus
eruditos tradujeron los textos originales de Hipócrates, Aristóteles y Galeno).
La
organización de los servicios sanitarios crecía rápidamente (ya en el siglo IX se fundó un hospital en
Bagdad). En esos centros asistenciales también se enseñaba medicina. Cuando
un alumno terminaba sus estudios debía aprobar un examen que le realizaban los
médicos mayores (¡un antepasado del
actual examen de MIR!). Los hospitales contaban con salas para los enfermos,
en ocasiones diferenciadas según su patología (enfermos de la vista, pacientes con fiebre, etc), cocinas, bodegas
y magnificas bibliotecas.
La práctica de la medicina estaba
regulada por la hisba, una
oficina religiosa supervisora de las profesiones y de las costumbres (una mezcla entre Santa Inquisición y colegio
profesional absoluto), que también se encargaba de vigilar a los boticarios
y a los vendedores de perfumes.
La
cirugía se consideraba una actividad indigna de los médicos y sólo la
practicaban los miembros de una clase inferior. De todas las ramas de la medicina, la menos adelantada fue la anatomía
porque la disección anatómica estaba, y sigue estando, absolutamente
prohibida por el Islam (como se ve en la
película, quien se atrevía a practicarla era acusado de nigromante y como tal
condenado a muerte), por lo que aceptaron
los conocimientos anatómicos de Galeno con todos sus errores.
Y así llegamos al
verdadero protagonista de esta historia: Abū ‘Alī al-Husayn ibn ‘Abd Allāh
ibn Sīnā. Este filosofo y médico persa, conocido popularmente como
Avicena, escribió en el año 1012 “El Canon de la medicina”, un
compendio de todos los conocimientos médicos existentes en la época.
Está
dividido en cinco grandes libros: el primero trata de la teoría de la medicina
(generalidades sobre el cuerpo humano, la
salud, etc), el segundo de la farmacología simple, el tercero describe las
enfermedades locales y su tratamiento, el cuarto cubre las enfermedades
generales (fiebre, sarampión, viruela,
etc) y las quirúrgicas, y el quinto explica con detalle la forma de
preparar diversos medicamentos.
El “Canon
de la medicina” de Avicena,
que se estudió durante siglos en todas las facultades de medicina (en algunos países incluso hasta el siglo XX),
fue introducido en Europa a través de la Escuela de Traductores de Toledo por
Gerardo de Cremona. Las obras del griego Hipócrates,
el romano Galeno y el persa Avicena
constituyeron la base de la educación médica en Occidente desde el año 1300 al
1600.
La historia
de este cristiano que debe hacerse pasar por judío (con autocircuncisión incluida sin anestesia) para estudiar en una
escuela árabe resulta excesiva. “El médico” no es una película
demasiado buena pero tengo que reconocerle un mérito: me ha servido de acicate
para indagar sobre una parte de la historia que me ha resultado muy
interesante.
Aunque solo
sea por eso, la recomiendo.
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