lunes, 27 de mayo de 2013

Un relato propio: "Un crimen de leyenda"


I

Detesto la estupidez. Todas las noches, al volante de mi camión, limpio la mierda que acumulan en las calles empedradas de mi ilustre ciudad tanto los cívicos vecinos como los torpes beodos que trastabillean, cuesta arriba cuesta abajo, dejando a su paso un hedor insoportable a vómitos y orina junto con un reguero de latas de cerveza y cristales rotos. No respetan nada. Unos y otros deberían vivir en estercoleros donde sus nauseabundas costumbres no hirieran la sensibilidad de ningún alma.

Me repugna el contacto humano, por eso elegí el último turno, el que nadie quería, en el servicio de limpieza, pero ni por esas evito tener que contemplar escoria que no debería existir. Alguna vez, aun a riesgo de perder el empleo, me he dejado llevar y he dirigido el chorro de agua a presión contra borrachos o mendigos que deambulaban al amanecer, perdidos en soliloquios sin sentido que acentuaban lo banal de su existencia. ¡Salían disparados varios metros de distancia para mi mayor hilaridad!

Gracias a mi trabajo conozco al dedillo cada callejón de Toledo, cada plaza, cada recoveco de su enmarañado, denso, apretado, oscuro e irreverente casco histórico con el que tanto me identifico; Jekyll y Hyde a partes iguales, por turnos, capaces ambos de lo mejor y lo peor.

Entre sus edificios ninguno como el Alcázar, tan serio, vetusto, con tanto que callar y que contar. Los políticos, en uno de esos golpes de efecto a los que son tan aficionados, decidieron hace tiempo que la Biblioteca de Castilla-La Mancha se ubicará en la última planta de este baluarte histórico, victima callada del paso del tiempo y los desvaríos de los hombres. He de confesar que, aunque al principio me pareció un despropósito, ahora no imagino un lugar mejor para disfrutar de mis horas diurnas, esas que dejo transcurrir recorriendo las estanterías entresacando, aquí y allá, libros que atraen mi atención por sus títulos o por mi ya probada admiración hacia el autor.

Nadie sabe de mi secreta pasión por los clásicos (Dostoievski, Víctor Hugo, Balzac, Zola…) pero los pocos con los que tengo contacto si conocen mi afición por la novela negra, aunque he de decir que no me seducen los detectives ni los policías sino los asesinos que ponen contra las cuerdas a aquellos. Vale, reconozco que muchos sienten adoración por Sherlock Holmes, el más mediático, explotado y versionado de los detectives; otros idolatran a Philip Marlowe y Sam Spade; los aficionados patrios no encuentran ninguno como Pepe Carvalho; incluso el triste inspector venido de las tierras del norte, Wallander, tiene innumerables seguidores por todo el mundo. Ninguno de ellos me interesa.

Me apodan Ripley y no por el personaje que interpretó esa actriz australiana larguirucha y seca en la película “Alien”, sino por Thomas "Tom" Ripley cuyo “talento” precisó de varias novelas de Patricia Highsmith para ser expuesto en toda su complejidad: amoral, mentiroso, con una capacidad mimética impresionante que le permite usurpar la vida de otros; frío asesino cuando la ocasión lo requiere; simpático, educado, culto y con una ambición que arrolla a cuantos le conocen. ¡Venero a Tom!

Secretamente, cuando estoy en la biblioteca, vigilo la estantería donde se muestran sus novelas. Expío las caras de la gente que las hojea buscando en sus semblantes gestos que delaten si comparten esta misma adoración que yo siento. No ha habido suerte: muchos rostros bovinos, abotargados y lavados a la piedra, carentes de la chispa y la curiosidad que exige Ripley para engancharte. Estoy solo en esto como en tantas otras cosas.

II
Ayer acudí a una conferencia que, con motivo de la celebración de la primera “Semana Negra Toledana”, ofrecía en la biblioteca un profesor universitario. ¡Como disfrute del recorrido que hizo por el cine y la literatura! Cuanto terminó, algo, bueno, más bien alguien, distrajo mi atención: una mujer morena, de unos 35 o 40 años, tropezó con una de las sillas al levantarse cayéndosele al suelo el bolso y dos libros, produciendo un gran estruendo en el silencio de la sala. Todos los ojos se volvieron hacia ella que, tan ruborizada como azorada, trataba de recoger sus pertenencias con celeridad.

Salió rauda, pero la alcancé en el ascensor y mientras bajamos, en la intimidad impuesta por la estrechez del cubículo, percibí el suave aroma a cítricos que desprendía su piel.

- No te preocupes.
- ¿Cómo dice?
- Disculpa, estaba en la sala cuando se te cayeron tus cosas. Es algo que a mi me pasa a menudo.
- Si, pero no puedes evitar la vergüenza si todos te miran. Ser patosa es un espanto.
- Me llamo Pedro, pero mis amigos me conocen como Ripley.
- Soy Amanda. ¿Ripley por Tom?
- Sí. ¿Sabes que eres la primera persona que no me pregunta por qué tengo apodo de mujer?
- Ja, ja. No se lo tengas en cuenta, es difícil superar la fama de la teniente Ellen Ripley.

Sin apenas darme cuenta habíamos salido del Alcazar y bajábamos hacia Zocodover. Continuamos por la calle Ancha hacia la catedral. No era muy tarde pero ya había oscurecido y apenas había gente por el casco. Ella hablaba y hablaba. Yo fingía prestarle atención y dirigía nuestros pasos hacia la plaza del Pozo Amargo, uno de mis rincones favoritos, en la que hay un pozo sobre el que, según cuenta la leyenda, una joven judía, al enterarse que su padre había matado a su enamorado cristiano, lloró y lloró de pena haciendo que el agua se volviera amarga para siempre.

Nos sentamos sobre el brocal del pozo para descansar y contemplar la magnifica luna llena de octubre. Hubiera sido perfecto, pero ella no dejaba de parlotear. Cogí, sin que se diera cuenta, una piedra suelta del empedrado y le propine un golpe en la nuca. Apenas aturdida, me miró con sorpresa y cuando intentó articular una queja sujeté su cabeza con fuerza y la estrellé una y otra vez, y otra, contra la tapadera del pozo que, con la brutalidad de los golpes, se rajo por la parte central. La sangre, caliente y pastosa, comenzó a cubrir la madera a la vez que lenta, muy lentamente, empezaba a gotear en el interior disculpando el acre sabor del agua con un intenso y vistoso color rojo.

Contemple la pequeña figura que, desmadejada y rota, permanecía quieta sobre el brocal. ¡Un escalofrío de placer recorrió mi cuerpo! Me alejé despacio tarareando “To Love Somebody" acompañado de la voz rasgada y rota de Janis que solo yo podía oir.

III
El suceso tuvo mucha repercusión. Ya había pasado más de una semana y no se hablaba de otra cosa en las oficinas y tertulias cafeteras. La policía, después de interrogarnos a todos los que estuvimos en la biblioteca aquel día, seguía sin pistas y en su afán de cerrar el caso cuanto antes, empezaba a alimentar la hipótesis de que se trataba de un suceso aislado obra de un pirado que estaba de paso en la ciudad. Intentaban, a toda costa, mitigar la alarma social generada. ¡Ilusos!

He dejado lo mejor para el final. Transcurridas cuarenta y ocho horas desde mi primer asesinato (si, han oído bien, el primero de momento), después de que la policía científica terminará con el análisis de la escena del crimen, llamaron a mi empresa para limpiar el lugar. Al tratarse de algo tan escabroso e inusual preguntaron quien quería hacerse cargo del trabajito. Diligente y servicial, aparentando un pavor que estaba muy lejos de sentir, me presenté voluntario ganándome con ello el respeto de algunos compañeros con menos estomago que yo.

¡Tom hubiera estado orgulloso de mí!

Epílogo: Poco después el Ayuntamiento sustituyó la tapadera de madera del pozo por otra de hierro.

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