Cuando murió, con apenas 55 años, Eugène Henri Paul Gauguin, dejaba atrás una existencia azarosa en la que a etapas de aventuras (se embarcó en la marina mercante siendo muy joven y después en la Armada Francesa) les sucedieron otras convencionales y aburguesadas (se casó, tuvo cinco hijos y trabajó como agente de cambio en la Bolsa de París) siendo el nexo entre todas ellas su pasión por los viajes: parte de su infancia la pasó en Lima, vivió en Copenhague, y sus largas estancias en Francia las alternó con otras en las islas del Caribe (Taboga y Martinica) y en la Polinesia Francesa (Tahití e Islas Marquesas).
Sufrió disentería, paludismo, sífilis, lepra, lo que, unido a la pobreza que padeció en numerosas ocasiones lo empujaban, cual holandés errante, de las islas a Francia y de allí nuevamente a las islas, en una búsqueda interminable del edén, ese que recrean sus cuadros, en el que no tiene cabida la enfermedad ni las penalidades ni la soledad que, sin embargo, le acuciaron durante largos periodos de su vida y que le llevaron a intentar suicidarse en 1897.
Pero todas esas vicisitudes no se reflejan en su pintura en la cual nos adentramos a través de grandes explosiones de colores controlados: el verde frondoso, verde espesura, verde esperanza; el naranja de la tierra fértil y generosa cargada de promesas de felicidad; el amarillo cálido y acogedor; el rojo fuego. Esa es la paleta del pintor en “Mata mua” (he de decir que el color del cuadro original no resulta tan vivo como las numerosas copias que estamos acostumbrados a ver) donde, en torno a un gran dios de piedra, nos presenta una idílica escena poblada de mujeres que, indolentes, se entregan a una existencia placida rodeadas de exuberante belleza, fragantes aromas y sonidos misteriosos y exóticos. ¡El paraíso terrenal!
“Cabeza de tahitiana” es un dibujo a carboncillo, aparentemente sencillo, con el que Gauguin, exhibiendo los rasgos raciales de la indígena, consigue captar la curiosidad del espectador y que éste sea capaz de percibir la belleza de las diferencias. Los ojos rasgados de la mujer, su característica nariz, sus labios gruesos te hablan de otro mundo, de otras culturas y despiertan en quien contempla el cuadro el deseo de viajar a esas tierras lejanas.
En “Paisaje de Te-Vaa” un mar de azul sereno compite en belleza con el cielo, de un azul más claro pero igualmente sosegado. El cuadro te trasmite una paz que te hace ansiar encontrarte en ese lugar como espectador excepcional de todas las variaciones cromáticas posibles que puede experimentar un único color.
“En algún lugar sobre el arco iris,
muy en lo alto,
existe una tierra que soñé
una vez en una canción de cuna.
En algún lugar sobre el arco iris
los cielos son azules
y todos los sueños
que te animas a soñar
se hacen realidad”.
Gauguin parece poner imagen a los anhelos de Dorothy en el “Mago de Oz”; la voz solo puede ser la del hawaiano Israel Kamakawiwo Ole, con su ukelele, interpretando “Somewhere Over The Rainbow” (http://www.youtube.com/watch?v=jAzEhjooP3s).
Artista fauve también, de Henri Manguin me gustó el cuadro titulado “Las estampas”, en el que la rigidez de las ropas de la mujer vestida contrasta fuertemente con la desnudez de la que contempla las estampas que la primera le enseña, sentadas ambas sobre la cama de una habitación agradable y cálida, a la que la profusión de colores dota de un ambiente de tal recogimiento que el espectador casi se siente indiscreto por estar mirando una escena tan íntima.
Las obras de los expresionistas alemanes, en los que también influyó decisivamente Gauguin, es lo que más me ha gustado de esta exposición. En su intento de desnudar el alma en sus lienzos, recurren a la descomposición de la figura humana y a la exhibición de escenas cotidianas, representando ambas con colores violentos y amenazadores. Como si se tratara de “El retrato de Dorian Grey”, sus cuadros sirven como recordatorio de los efectos que cada uno de los actos cometidos tiene sobre el alma, por lo que las imágenes se van desfigurando dejando ver la otra cara de una sociedad enferma que se encamina hacia su destrucción. Lejos de ocultar el gran desencanto que siente el artista por el futuro de la humanidad, lo grita a los cuatro vientos. Eso incomodaba a los nazis y contradecía su ideología, por lo que todos estos artistas fueron catalogados como ARTISTAS DEGENERADOS:
A Ernst Ludwig Kirchner, pintor alemán, la I Guerra Mundial le marcó de por vida. En 1937 su arte fue calificado de arte degenerado por los nazis y se destruyeron muchas de sus obras, lo que, unido a su inestabilidad emocional y a su incapacidad para soportar tanto sufrimiento, le llevó a suicidarse en 1938. En “Desnudo de mujer” despoja a la figura femenina de cualquier tipo de fragilidad y la representa, con gran agresividad, como un frio (pese a las pinceladas de amarillo de natural un color cálido) objeto, destacando en el conjunto al sexo que parece elevar para ofrecerlo mejor a la vista.
En “Desnudo de rodillas ante un biombo rojo” desmadeja la imagen y la expone, en una especie de contorsión imposible, para, nuevamente, acentuar su sexo a la vez que desfigura el rostro. Esta composición resulta menos colérica que la anterior por una utilización cromática más moderada, en la que reserva el color más fuerte, el del biombo, para enmarcar la figura de la mujer lo que dulcifica en cierta manera la escena.
Emil Nolde, pintor alemán, simpatizante del nacionalsocialismo en su primera etapa, fue posteriormente condenado como artista degenerado. En “Madre y niño” cambia el uso de la perspectiva por figuras planas a las que proporcionan vida los violentos contrastes de color. Fruto de sus viajes a Nueva Guinea, de su admiración por la cultura tribal y su arte, es su magnífica colección de acuarelas que representan rostros de indígenas con las peculiaridades de su raza y sus adornos característicos.
Me encandiló “Noche de luna” en la que Nolde consigue que la luz de la luna titile en el agua, recreando una preciosa escena en la que casi puedes oír el sonido de las olas. Un sueño de color azul oscuro, casi negro, con hermosos reflejos dorados. ¡Mágico!
Max Pechstein, pintor alemán, se vio forzosamente enrolado en la I Guerra Mundial cuya tropa abandonó, en 1917, por una crisis nerviosa. Fue calificado como artista degenerado por los nazis, lo que supuso el aislamiento y prohibición de su producción. En “Amanecer” una mujer, medio dormida, contorneada por el azul noche y los dorados amarillos que anuncian la salida del astro solar, descansa desnuda y tranquila. El rojo sensualidad se reserva para los carnosos labios y los reflejos encendidos de su cabello. El voluptuoso cuerpo, erotismo en reposo.
Otto Mueller, pintor e ilustrador alemán, luchó durante la Primera Guerra Mundial en Francia y Rusia. Después de la guerra se convirtió en profesor en la academia de arte de Breslau donde enseñó hasta su muerte en 1930. En 1937 fue calificado como artista degenerado por los nazis, por lo que 357 obras suyas, que estaban en museos alemanes, fueron confiscadas. En “Dos desnudos femeninos” recrea una escena llena de erotismo. Las dos mujeres dejan patente su desnudez exhibiendo descaradamente sus sexos que atrapan la mirada sin poder evitarlo. Los senos, perfectos, de la figura de la izquierda, su posición, destilan una sensualidad que no precisa recurrir a colores intensos para resultar intensa, atrayente y provocadora.
Una crónica muy completa, Teresa, habrá que verla.
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