jueves, 3 de julio de 2014

El ruido y la furia


La vida no es más que una sombra en marcha; un mal actor que se pavonea y se agita una hora en el escenario y después no vuelve a saberse de él: es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada”, (Macbeth, Acto V, Escena V).

No importa si este William tomó el título prestado de la obra de su tocayo Shakespeare: si has conseguido llegar a la última página habrás comprendido que esta novela difícilmente podría haberse llamado de otra manera.

El ruido, mucho ruido, te ensordece ya en el primer capítulo. No existe una narración como tal sino que Faulkner nos va presentado las premisas de un experimento literario, original y novedoso, antes de llevarnos a una conclusión argumental. Para ello utiliza a los tres hermanos varones de la familia Compson: como si de un videojuego invertido se tratara, nos obliga a empezar por el nivel más elevado a partir del cual, si logramos superarlo, comienza un descenso en el que cada escalón, representado por uno de los hermanos, te hace más accesible la historia. 

El nivel cuatro lo encarna Benjy. Faulkner comienza introduciéndonos en la mente del hermano idiota: andanadas de pensamientos sin orden ni sentido, mezclados en el tiempo pasado, presente y futuro. Giramos, caemos y volvemos a caer intentando desentrañar el nombre, el sexo, la raza o el parentesco de la persona que habla en cada momento, mientras nos ponemos del lado de Luster, “un hombre de 14 años. El cual no sólo era capaz de encargarse del cuidado total y la seguridad de un idiota que tenía dos veces su edad y tres su tamaño, sino que además le entretenía”, y exclamamos exasperados con él: “¿Es que no va a dejar de berrear y babearse?”.

Ruido.

En el nivel tres Quentin, “el cual no amaba la idea del incesto que no cometería, sino cierto concepto presbiteriano de su castigo eterno”, al que la familia le dio la mejor oportunidad, nos aturde con sus dilemas morales y sus sentimientos de culpa. Ese hermano tan considerado que, antes de suicidarse, esperó a “terminar el año académico en curso y así obtener todo el valor de su educación pagada por adelantado, (…) porque el trozo de terreno que había sido vendido para pagar la boda de su hermana y su año en Harvard, había sido la única cosa, exceptuadas esa misma hermana y la visión del fuego, que su hermano menor, idiota de nacimiento, había querido”.

Ruido.

El nivel dos nos acerca a Jason IV, soltero y sin hijos, el último de la dinastía. Privado de las oportunidades que tuvieron sus hermanos, en quienes se gastó todo el dinero obtenido por la venta del prado, “empleó sus propios ahorros procedentes de su escaso sueldo como dependiente de un almacén para mandarse a sí mismo a una escuela de Memphis donde aprendió a clasificar y valorar el algodón”. Distante, cruel, frío. ¿Y cómo no serlo? De los Compson, una familia sin posibilidad de redención, Jason, el último, el que no tiene alma, es quien debe cumplir la condena.

Furia.

Si tuviera que elegir un personaje de la novela sin dudarlo me quedaría con Jason. Privado del cariño y atención que el resto de los miembros de su familia se reparten entre ellos, crece solitario, apegado a su abuela cuyo fallecimiento representa un duro golpe porque supone perder el único vínculo afectivo que le hace sobrellevar su infancia. Me conmueve que, pese a su falta de cariño, tras la muerte de su padre “asumió la entera carga de su decadente familia en la decadente casa, soportando a su hermano idiota debido a su madre, sacrificando todos aquellos placeres que le hubieran correspondido por derecho y justicia y hasta por necesidad a un soltero de treinta años para que la vida de su madre siguiera siendo lo más parecida posible a lo que había sido”.


Él es la furia, “esa furia roja e insoportable que aquella noche, y a intervalos recurrentes de casi idéntica fuerza durante los siguientes cinco años, llegó a hacerle creer que en algún momento de descuido podría destruirle”.

Es indudable que en esta novela la FORMA tiene tanto protagonismo o más que el contenido. Es ella quien te zancadillea y es ella quien casi te tumba. Pero también es ella quien, si logras vencerla, te mostrará el premio por haber llegado al nivel uno: la satisfacción de haberte enfrentado a un gran escritor y haber salido indemne del reto intelectual que leer esta novela supone. 

Una lectura tan irritante en sus inicios como sorprendente según avanza y gratificante cuando llegas al final.

Una experiencia literaria costosa de digerir pero difícil de olvidar.


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