El paso de Thomas Mann a Dickens
fue fácil en el sentido de que “Tiempos difíciles” fluía en mi mente
sin obligarme a detenerme cada poco para reflexionar sobre la frase o el
párrafo que acababa de leer. Tanto era así que me aburría.
En los primeros capítulos Dickens
hace cierta gala de un sentido del humor que parecía capaz de imprimir ritmo a la historia. Pero la
ironía inicial casi desaparece para convertirse en una pesada letanía
consistente en repetir los rasgos característicos de los personajes más
antipáticos (Josiah Bounderby) para
enfrentarlos con las exageradas bondades de los personajes más lacrimógenos (sobre todo Stephen Blackpool en el que se encarnan todas las
virtudes de la clase obrera que representa).
Si tuviera que elegir un adjetivo
para definir la novela sería “folletinesca”:
descripciones largas, buenos muy buenos y malos muy malos, argumento un poco
artificial y previsible... Desde el principio me recordó a las telenovelas (género televisivo, producido originalmente en varios países de América Latina, cuya principal característica es contar desde una
perspectiva básica melodramática una historia de amor a lo largo de numerosos
capítulos y que casi siempre tiene un final claro y determinado).
Lo que peor llevo es la
simplicidad psicológica de los personajes.
Creo que Dickens escribe de una
manera excesivamente suave. Sus crítica a las duras condiciones laborales que
los obreros soportaban en las fábricas en la época de la primera
industrialización (desde el año 1750 hasta 1840), a la enorme distancia que
separaba a las diferentes clases sociales, al hastío e indiferencia de aquellos
que vivían de la política o a la educación estricta que intentaba anular en la
persona la fantasía y los sueños por dañinos e inútiles para la vida, se queda
en la superficie.
La resignación de Cecilia,
Raquel, Stephen, los pobres, ante
los golpes de la vida, sin quejarse nunca, siguiendo su triste camino con unas
convicciones morales inquebrantables, sin un ápice de desanimo o desesperanza, resulta
poco creíble. Menos aún la reconversión de Tomás
Gradgrind, el defensor a ultranza de las realidades y las cosas eminentemente
practicas, en padre entregado y devoto por simple contacto con la niña criada
en el circo.
Ni te conmueve ni te emociona.
No sé por qué me da que lo mejor
de haber leído esta novela va a ser escuchar las opiniones del resto de los
miembros del Club de Novela Clásica. Tal vez ellos me ayuden a percibir matices
que a mi se me han escapado.
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