miércoles, 19 de marzo de 2014

“Tiempos difíciles”, Charles Dickens


El paso de Thomas Mann a Dickens fue fácil en el sentido de que “Tiempos difíciles” fluía en mi mente sin obligarme a detenerme cada poco para reflexionar sobre la frase o el párrafo que acababa de leer. Tanto era así que me aburría.
                                     
En los primeros capítulos Dickens hace cierta gala de un sentido del humor que parecía capaz de imprimir ritmo a la historia. Pero la ironía inicial casi desaparece para convertirse en una pesada letanía consistente en repetir los rasgos característicos de los personajes más antipáticos (Josiah Bounderby) para enfrentarlos con las exageradas bondades de los personajes más lacrimógenos (sobre todo Stephen Blackpool en el que se encarnan todas las virtudes de la clase obrera que representa).

Si tuviera que elegir un adjetivo para definir la novela sería “folletinesca”: descripciones largas, buenos muy buenos y malos muy malos, argumento un poco artificial y previsible... Desde el principio me recordó a las telenovelas (género televisivo, producido originalmente en varios países de América Latina, cuya principal característica es contar desde una perspectiva básica melodramática una historia de amor a lo largo de numerosos capítulos y que casi siempre tiene un final claro y determinado).

Lo que peor llevo es la simplicidad psicológica de los personajes.

Creo que Dickens escribe de una manera excesivamente suave. Sus crítica a las duras condiciones laborales que los obreros soportaban en las fábricas en la época de la primera industrialización (desde el año 1750 hasta 1840), a la enorme distancia que separaba a las diferentes clases sociales, al hastío e indiferencia de aquellos que vivían de la política o a la educación estricta que intentaba anular en la persona la fantasía y los sueños por dañinos e inútiles para la vida, se queda en la superficie.

La resignación de Cecilia, Raquel, Stephen, los pobres, ante los golpes de la vida, sin quejarse nunca, siguiendo su triste camino con unas convicciones morales inquebrantables,  sin un ápice de desanimo o desesperanza, resulta poco creíble. Menos aún la reconversión de Tomás Gradgrind, el defensor a ultranza de las realidades y las cosas eminentemente practicas, en padre entregado y devoto por simple contacto con la niña criada en el circo.

Ni te conmueve ni te emociona.

No sé por qué me da que lo mejor de haber leído esta novela va a ser escuchar las opiniones del resto de los miembros del Club de Novela Clásica. Tal vez ellos me ayuden a percibir matices que a mi se me han escapado.


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