lunes, 16 de abril de 2012

CHAGALL (Museo Thyssen-Bornemisza- Fundación Caja Madrid)

En “El malestar de la cultura”, ensayo que escribió en 1929, Freud afirma que para escapar del sufrimiento que nos amenaza por tres lados (el propio cuerpo, el mundo exterior y las relaciones con otros seres humanos) podemos optar por buscar la satisfacción en los procesos internos, psíquicos: “La satisfacción se obtiene en ilusiones que son reconocidas como tales, sin que su discrepancia con el mundo real impida gozarlas. Estas ilusiones proceden del terreno de la imaginación. A la cabeza de estas satisfacciones imaginativas se encuentra el goce de la obra de arte, accesible aun al carente de dotes creadoras gracias a la mediación del artista. (…) Más la ligera narcosis en que nos sumerge el arte solo proporciona un refugio fugaz ante los azares de la existencia y carece de poderío suficiente como para hacernos olvidar la miseria real”.

Es cierto, la contemplación de una obra de arte produce un placer efímero, fugaz, frágil, pero también supone una educación para tus sentidos: más allá de lo que puedes oir, ver o tocar, aprendes a interpretar, a desdoblarte de tu cuerpo y de tu mente para intentar penetrar en el cuerpo y en la mente del artista en el momento de la creación.

Acercarte a la obra de Chagall supone adentrarte por un camino de baldosas verdes, rojas y amarillas que te conducirá más allá del Arco Iris gracias a su riqueza cromática y a su mundo poblado de personajes reales e imaginarios, de símbolos religiosos, y de ritos y celebraciones. Una línea recta de alegría y felicidad, que se nutre de los recuerdos de infancia, rota, abruptamente, por la guerra. Porque Marc Chagall nació en Vitebsk, actual Bielorrusia, en 1887, en una humilde familia de origen judío, y vivió casi cien años (murió en 1985), por lo que fue testigo directo de los más terribles acontecimientos del siglo pasado: la revolución rusa de 1917 y las dos guerras mundiales.

Difícil de encuadrar en un movimiento pictórico (fauvista, cubista, surrealista) pareció explorarlos todos antes de que fueran definidos como tales. Cual si fuera el judío errante, figura común de muchos de sus cuadros, recorrió en solitario la escena artística del siglo pasado, rodeado de un halo de misticismo, tradición y alegría de vivir. El retrato que le hizo Henri Cartier Bresson, portada de “Mi vida”, el único libro que escribió Chagall, muestra a un abuelo de pelo canoso y rostro bondadoso en el que destaca la mirada soñadora, evocadora, algo melancólica, de alguien que, pese a la edad, no ha perdido la ilusión. ¡He comprado el libro porque me enamoró la obra y el personaje!
Paul Eluard, le dedicó un poema donde destaca los elementos iconográficos de su pintura:

Asno o buey gallo o corcel
Hasta la piel de un violín
Hombre cantor un solo pájaro
Bailarín ágil con su dama
Pareja inmersa en primavera
Hierba de oro cielo de plomo
Llamas azules los separan
Salud y rocío
Zumba la sangre el corazón
Una pareja luz primera
Y en una caverna de nieve

La viña opulenta dibuja
Labios de Tuna en una cara
Que nunca durmió de noche.


El soldado bebe” es uno de los primeros cuadros que captaron mi atención en la exposición. Marcadas figuras geométricas componen el rostro del soldado sobre el que flota, ingrávida, su gorra. La pareja de bailarines de tamaño más reducido, para crear distintas perspectivas y contar una historia dentro de otra, parece girar alegre mientras el soldado señala al samovar, otro de sus elementos pictóricos recurrentes. Al fondo una ventana nos muestra la noche, rosada y negra, y la fachada de una casa de madera típica, dotando al conjunto de mayor profundidad. Es una escena alegre, con movimiento y un colorido intenso que solo puede apreciarse ante la obra original.

El violinista” es un lienzo poblado de recuerdos de infancia. Chagall contó que uno de sus tíos por las tardes, cuando volvía del trabajo, solía subirse al tejado de su casa para tocar el violín. La nieve, las casas de madera, presentes en otras composiciones, vuelve a reflejar su pueblo natal Vitebsk. La escena en su conjunto irradia paz y tranquilidad, amenizadas por el violín cuyas notas, gracias a los colores amarillo y naranja, parecen reverberar en la tela, traspasarla y llegar a tus oídos y contagiarse a tus pies.

En “Vista de la ventana en Zolchie, cerca de Vitebsk”, el pintor y su mujer, entonces de luna de miel, contemplan a través de la ventana un frondoso bosque. El verde es tan intenso que casi puedes sentir la humedad de la hierba (nuevamente solo puede apreciarse ante la obra original). Dos enamorados, una taza de té, o quizás café, un paisaje espectacular. La escena transmite el sosiego que el pintor siente en esa etapa de su vida. Es un cuadro relajante y dulce.

Opuesto al anterior “La guerra”. Obra compleja y dramática. En medio de las tinieblas la ciudad en llamas. Personas y animales perecen abrasados. Los que han podido salvar sus vidas, huyen despavoridos, con el horror reflejado en sus rostros, arrastrando las escasas pertenencias que aún les quedan. A la derecha una crucifixión define a estos personajes como mártires. El oscurecimiento de su mundo pictórico, con la casi desaparición del color, salvo el rojo de las llamas para hacerlas aun más terroríficas, ahora dominado por los grises y negros, habla de la desesperanza y la pérdida de la fe en la condición humana.

Pero sin duda, si tuviera que elegir solo un cuadro de todos los que vi en la exposición me quedaría con “Dedicado a mi prometida” que, curiosamente, no aparece ni en la guía didáctica ni en el folleto de la exposición. Para mi es indudable que se trata de una escena muy erótica (en su época supuso un escándalo y muchas la tildaron de pornográfica). El toro, de un naranja encendido, reposa, plácido, entre las piernas de la mujer. La figura femenina, desmadejada y provocativa, envuelve al macho que, con mirada lasciva y sonrisa libidinosa, parece mirar directamente a los ojos del observador haciéndole partícipe del juego del deseo.










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