El jueves 11 de junio la prensa británica informaba del
fallecimiento de Christopher Lee pero yo, sencillamente, no podía creerlo. ¿Que
son 93 años para el no muerto?
Aunque se reveló contra la última
parte de esa definición (como Saruman el Blanco se sintió atraído por la oscuridad y como
Drácula, el demonio, fue la oscuridad misma), tanto por su palidez
vampírica como por su sobrenombre de mago, el color blanco (tonalidad
acromática de claridad máxima y de oscuridad nula) marcó la carrera
cinematográfica de Sir Christopher Frank Carandini Lee.
Cuando Bram Stoker creó “Drácula”
(novela a la que
Oscar Wilde definió como la obra de terror mejor escrita de
todos los tiempos) no fue consciente de que estaba otorgando a la figura
del vampiro, criatura de la noche que se alimenta de la sangre de otros, la
categoría de monstruo high-class. Cuando Cristopher Lee lo interpretó para el
cine no fue consciente de que lo estaba elevando a la categoría de icono,
porque además de contar con un físico que cumplía a rajatabla las creencias
populares transilvanas (consideraban que los vampiros eran flacos, muy
pálidos, con largas uñas y puntiagudos colmillos) prestó al personaje su
aire elegante y aristocrático que lo convirtió en la envidia de los restantes
monstruos (hombres lobo, momias y zombis) que a su lado resultaban pelín
proletarios, poco higiénicos y bastante chapuceros.
La ausencia de reflejo en los
espejos, su rapidez, capacidad de volar y la falta de sombra, que no dejaba
advertir su presencia por mucho que miraras hacia atrás, impedía estar
prevenido frente a sus ataques. Solo nos quedaba colgarnos una crucecita al
cuello esperando que, en el momento crucial, le hiciera desistir del mordisco fatal
pues en mi caso, al carecer del generoso escote que exhibían en sus películas
las victimas femeninas a las que transformaba en sus iguales, ni siquiera mi
apreciado grupo sanguíneo (O negativo que me convierte en donante universal)
me hubiera salvado de una muerte segura.
El terror que me provocaba era
adictivo por lo que sí, lo reconozco, lo invité a entrar y ya nunca se fue
porque, como todo el mundo sabe, una vez que lo haces el vampiro puede entrar y
salir a placer.
“Así
tuve oportunidad de observarlo, y percibí que tenía una fisonomía de rasgos muy
acentuados.
Su
cara era fuerte, muy fuerte, aguileña, con un puente muy marcado sobre la fina
nariz y las ventanas de ella peculiarmente arqueadas; con una frente alta y
despejada, y el pelo gris que le crecía escasamente alrededor de las sienes, pero
profusamente en otras partes. Sus cejas eran muy espesas, casi se encontraban
en el entrecejo, y con un pelo tan abundante que parecía encresparse por su
misma profusión.
La
boca, por lo que podía ver de ella bajo el tupido bigote, era fina y tenía una
apariencia más bien cruel, con unos dientes blancos peculiarmente agudos; éstos
sobresalían sobre los labios, cuya notable rudeza mostraba una singular
vitalidad en un hombre de su edad. En cuanto a lo demás, sus orejas eran
pálidas y extremadamente puntiagudas en la parte superior; el mentón era amplio
y fuerte, y las mejillas firmes, aunque delgadas. La tez era de una palidez
extraordinaria.
Entre
tanto, había notado los dorsos de sus manos mientras descansaban sobre sus
rodillas a la luz del fuego, y me habían parecido bastante blancas y finas;
pero viéndolas más de cerca, no pude evitar notar que eran bastante toscas,
anchas y con dedos rechonchos. Cosa rara, tenían pelos en el centro de la palma. Las uñas eran
largas y finas, y recortadas en aguda punta. Cuando el conde se inclinó hacia
mí y una de sus manos me tocó, no pude reprimir un escalofrío. Pudo haber sido
su aliento, que era fétido, pero lo cierto es que una terrible sensación de
náusea se apoderó de mí, la cual, a pesar del esfuerzo que hice, no pude
reprimir. Evidentemente, el conde, notándola, se retiró, y con una sonrisa un
tanto lúgubre, que mostró más que hasta entonces sus protuberantes dientes, se
sentó otra vez en su propio lado frente a la chimenea. Los dos
permanecimos silenciosos unos instantes, y cuando miró hacia la ventana vi. los
primeros débiles fulgores de la aurora, que se acercaba. Una extraña quietud
parecía envolverlo todo; pero al escuchar más atentamente, pude oír, como si
proviniera del valle situado más abajo, el aullido de muchos lobos”.
La fascinación por estas
criaturas fue en aumento y a lo largo de estos años he dejado entrar a otros
vampiros en mi vida (de la Saga Crepúsculo a nadie): el Conde
Draco de “Barrio Sésamo”, Nosferatu, Blade (mitad hombre mitad
vampiro) y su archi enemigo Deacon Frost, Lestat de Lioncourt, la pequeña Eli.. .
Pero ninguno de ellos consiguió aterrorizarme como lo
hicieron los 1,97 metros
de altura, los rasgos angulosos y los ojos hipnóticos que Christopher Lee prestó
a la figura del Conde Drácula.
Nunca ganó un Oscar pero en 1983,
en la 16 edición del Festival Internacional de Sitges, recibió junto a Vincent
Price, Peter Cushing y John Carradine, tres de los grandes del cine fantástico,
el premio al Mejor Actor por la película “House of the Long Shadows” de
Peter Walker. ¡Un merecido reconocimiento!
Puede que el hombre haya
fallecido pero el actor vivirá eternamente, como corresponde a su categoría de no
muerto, en el corazón de todos los amantes del género de terror.
Ni ristras de ajos (aunque
sean D.O. Ajo Morado de Las Pedroñeras), ni agua bendita, ni crucifijos
sobre la cama. Tanto
mi puerta como mi ventana siempre permanecerán abiertas para Drácula al igual
que él, mucho tiempo atrás, me abrió las de su castillo:
“—Bienvenido a mi casa. Venga libremente,
váyase a salvo, y deje algo de la alegría que trae consigo. La fuerza del
apretón de mano era tan parecida a la que yo había notado en el cochero, cuyo
rostro no había podido ver, que por un momento dudé si no se trataba de la misma
persona a quien le estaba hablando; así es que para asegurarme, le pregunté:
— ¿El
conde Drácula? Se inclinó cortésmente al responderme.
—Yo
soy Drácula; y le doy mi bienvenida (...) en mi casa”.
Los ojos de Sir Christopher
Lee relampaguearon malignamente al pronunciar esas palabras.
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