domingo, 12 de enero de 2014

Agosto

Dentro de la familia se producen los peores casos de abuso y maltrato a la vez que se dan los mayores gestos de generosidad y sacrificio.

Las circunstancias y experiencias, tanto positivas como negativas, que vivimos durante la niñez, nos ayudan a construir nuestra personalidad. El desarrollo normal del carácter requiere la satisfacción de ciertas necesidades esenciales como son alimento, seguridad, protección, calor humano y afecto. Igualmente importante es la presencia estable de adultos que sirvan de modelos y proporcionen apoyo, ánimo, comprensión, disciplina.

Bajo condiciones de abandono, privación, falta de afecto y abuso físico o psicológico, los niños adoptan un talante desconfiado y temeroso. Ante esas circunstancias adversas muchos tienen dificultades para diferenciar el bien del mal, no adquieren la capacidad de autocritica o de remordimiento ni sienten compasión hacia el sufrimiento ajeno. Un entorno nocivo, además, altera la capacidad de controlar los impulsos y trastorna las relaciones con los demás, la disposición para la intimidad, la habilidad para verbalizar sentimientos y la aptitud para adoptar el punto de vista de otros. El amor engendra más amor y la violencia engendra más violencia.

La historia que nos cuenta John Wells en “Agosto” (basada en “August: Osage County”, obra de teatro en tres actos del dramaturgo estadounidense Tracy Letts quien también ha escrito el guión) no es nueva. Las difíciles relaciones familiares han servido como argumento a grandes películas como “The Savages” de Tamara Jenkins, “In the Bedroom” de Tood Field o “Heredarás la tierra” de Jocelyn Moorhouse: acontecimientos traumáticos, como la enfermedad o muerte de alguno de los progenitores, vuelve a reunir a las familias originando un ambiente catártico en el que salen a la superficie secretos, mentiras, rencillas y rivalidades inconfesables. Cuando la semilla de la discordia se esparce entre los miembros sus consecuencias pueden ser imprevisibles.

Aristóteles definió la catarsis como la facultad de la tragedia de redimir al espectador de sus propias bajas pasiones al verlas proyectadas en los personajes de la obra: al involucrarse en la trama, la audiencia puede experimentar dichas pasiones junto con los personajes y contemplar el castigo, merecido e inevitable de éstas pero sin experimentarlo él mismo. A mí no me ocurrió así: la historia de los Weston me afectó. Me involucre con los personajes y sufrí con sus miserias. Creo que no era el momento de ver esta película, que debería haberlo evitado.

Meryl Streep como esa madre dura e insoportable, implacable con los desastrosos caminos que han elegido sus hijas, a quienes no para de reprochárselo en cuanto tiene ocasión, y con la debilidad de su marido, ese alcoholismo que le recuerda su propia flaqueza, la adicción a las pastillas, te hace odiarla; cuando trata de ocultar los efectos de la enfermedad que padece, recuerda, con la mirada perdida, la pobreza que experimentó en su infancia o refleja en su demacrado rostro el pánico terrible que le inspira la soledad y el abandono de su familia, te hace llorar y quererla. Nos ofrece una soberbia interpretación de una mujer que, aunque asustada y enferma, se aferra  a la vida y que añora, a la vez que desprecia, a su marido por haberla abandonado en el camino.

A su lado Julia Roberts, la hija más parecida, la que le robó parte del amor de su marido, con un matrimonio roto y una relación materno filial con su hija que empieza a reproducir peligrosamente la suya propia con esa madre de la que hace tiempo intentó alejarse. Amor y odio entre dos mujeres que se hieren y agreden continuamente, pero que se reconocen la una en la otra.

Ambas realizan interpretaciones de Oscar y espero que ambas lo ganen.

Igualmente fantástica la banda sonora de Gustavo Santaolalla, quien ya cuenta en su haber con dos Oscar: el primero en 2005 por “Brokeback Mountain” y el segundo por “Babel” en 2006.

No hay comentarios:

Publicar un comentario