martes, 4 de septiembre de 2012

HOPPER: Crónica novelada de una exposición

Mucho he oído hablar de la relación de Hopper y el cine, pero para mí sus cuadros son las mejores ilustraciones que algunos de los escritores americanos, a los que tanto admiro, pudieran soñar para las maravillosas novelas que nos legaron.

Sus escenas de parejas, en las que flota la incomunicación, la desidía y el desamor, parecen encargadas por Richard Yates para poner imágenes a “Once maneras de sentirse solo”.

Las gasolineras (imposible no recordar la película “El cartero siempre llama dos veces”) y esas carreteras, rectas, infinitas, con sus falsas promesas de destinos que cuando los alcanzas dejan de ser atractivos, generadoras de un ansia que nunca hallas como saciar, son Kerouac y “The road”.

Sus calles, bares, cafeterias y puentes, igual de solitarios, brutales y descorazonadores que Selby y su “Última salida para Brooklyn” o su “Requiem por un sueño”. Los desolados paisajes de campo, la huída de la ciudad buscando una vida mejor, que no encuentras, “Vida de este chico” de Tobias Wolff.

Lo más vivo de su obra son las oficinas donde no te resulta dificil imaginar a Philip Marlowe o Samuel Spade esperando nuevos casos que rompan su rutina diaria y les proporcionen algunos pavos para seguir tirando.

En sus cuadros hay apatía, aburrimiento, gente indiferente. Lo que caracteriza a su pintura no es la proliferación de símbolos que el observador deba interpretar, sino la ausencia de ellos. No aparecen animales. No hay niños, ni ancianos. Sus hombres y mujeres parecen encuadrarse en una franja de edad, entre los 30 y los 50 años. ¿Acaso intentaba reflejar una crisis personal asociada a la edad?

Presenta la escena básica, desnuda, no te facilita su contemplación. Te proporciona el “Erase una vez…” y tú debes desarrollar la historia. Porque Hopper, además del pintor de las LÍNEAS RECTAS y el VACÍO EXISTENCIAL, es el pintor de las HISTORIAS:

 
 Era una noche cerrada y bastante fría como corresponde a finales de noviembre. No había ni un alma, pese a no ser una hora demasiado intempestiva. Solo yo y mi sombra de noche caminabamos por la ciudad que se veía desolada. Por un instante un cierto desamparo amenazó con conmoverme, pero mi cabeza, de natural práctica, lo desechó rauda obligándome a acelerar el paso al tiempo que me arrebujaba en mi abrigo de lana barata.          
                              
En un intento por eludir otros pensamientos que me pudieran hacer flaquear en mi misión, recordé la curiosa escena que aquella misma tarde contemplé en los pavimentos de Nueva York: una hermana, con paso apresurado, cruzó ante mis ojos empujando el carrito de un bebé. A riesgo de parecer un poco mentecato, no pude evitar una sonrisa y cierta sorna el pensar en quién sería el padre de la criatura, je, je.

En la reunión nocturna que mantuve con Scott Hummer y su chica Velma, pese a mi sueldo de mierda (la profesión de detective legal no da para muchos dispendios, la verdad), llegamos a un acuerdo monetario a largo plazo (sería practicamente mi dueño durante los próximos 20 años) a cambio de un nombre, cuyo desconocimiento me había atormentado desde la muerte de mi amada.

¡Margareth!... Si cierro los ojos aún puedo contemplar su belleza morena, oler aquella fragancia a cítricos que desprendía, recordar lo orgullosa que se sentía de su cuerpo menudo y frágil. En cuanto el tiempo lo permitía, le gustaba dormir desnuda, y en primavera, cuando soplaba ese ligero viento de tarde típico de la estación, disfrutaba tendiendose en la cama mientras éste mecía su cabello y los blancos visillos de la ventana abierta inundandola de paz y felicidad. ¡Mala costumbre en una ciudad como ésta!

Habían transcurrido dos años desde su asesinato pero seguía sin poder pronunciar su nombre sin que se me formara un nudo en la garganta y mis ojos se empañaran en un intento vano de derramar alguna lagrima por ella, algo que, pese al dolor intenso, al sufrimiento atroz que me embargaba, no podía hacer. Simplemente no podía.

Tras mi reunion con Hummer, pase por mi oficina para hacer algunas llamadas a mis soplones con el fin de conseguir la dirección del cabrón asesino que me arrebató a mi chica. Aunque ya no era su hora, mi eficiente Carol se encontraba allí y se ofreció a ayudarme, algo que le agradecí sobremanera porque en aquellos momentos no deseaba estar solo. Ella sabe que yo sé que se muere por mis huesos, pero hay cosas que en la vida uno tiene que hacer, por lo que evita cualquier tipo de distracción, aunque esa distracción tenga un culazo como el de mi Carol… ¡Vencer la tentación cuesta, créanme!

La escalera del destartalado hotel, por la que ascendía desconfiado, con sus viejos y retorcidos peldaños que crujían a cada paso delatando mi presencia, me traía reminiscencias de aquella otra escalera en el 48 de la Rue de Lille, Paris, por la que, en un tiempo muy lejano, mis pasos me condujeron hacia una felicidad que me fue arrebatada de la manera más cruel. Un destino en nada equiparable al que ahora me esperaba.

Como era de esperar, aquel hotelucho de mala muerte no contaba con un registro de huespedes en condiciones. Solo dos habitaciones de la primera planta constaban como reservadas, nada sobre sus ocupantes, por lo que no tenía manera de saber en cual de ellas se alojaba Jason Travis (ese era el nombre de tipo que, con suerte o sin ella, estaba decidido a cargarme esa misma noche).

Sigilosamente me acerque a la puerta de la habitación 1-A. Empuje la manilla hacia abajo y la puerta, sorprendentemente, cedió porque no estaba cerrada con llave. Durante unos segundos observe la escena: una rubia en ropa interior, bastante apagada, leía una especie de carta que apoyaba sobre las rodillas. Su equipaje descansaba en el suelo, por lo que era difícil saber si llegaba o se iba. Tan absorta y ensimismada estaba con la lectura, que no se percató en absoluto de mi presencia, con gran alivio para mí. Cerré con cuidado y continué hacia el final del pasillo.

El corazón me latía a mil pero cuando estuve frente a la puerta de la habitación número cuatro, no lo dudé, la abrí de una patada sin dar tiempo a que el gusano que buscaba, que reposaba despatarrado y borracho sobre las sucias sabanas, pudiera reaccionar y coger el arma que escondía bajo la almohada. Vacié el cargador sobre su cuerpo apestoso, sin pizca de piedad, de remordimiento ni de sentido común porque con el primer disparo, que atravesó certero su cabeza, estaba más que muerto.

Contemple la destartalada figura cubierta de sangre y solo me apresure a salir cuando las sirenas de la policía retumbaron en la noche. No corrí, baje la escalera despacio y mi sombra y yo volvimos a la noche de la ciudad que seguía igual de oscura, igual de fría, igual de solitaria…..

Unas manzanas más abajo subí a mi viejo coche, que esperaba aparcado donde lo dejé, y al girar el contacto, aunque su gastado motor protestó como en tantas ocasiones, se puso en movimiento, lento, sin prisa, alejándonos a mi y a mi pena de las luces brillantes de la ciudad.

Al amanecer, tras siete u ocho horas de viaje, paré a repostar en una solitaria gasolinera que me encontré de camino. Admiré el rojo brillante de sus surtidores que el dueño parecía bruñir cada mañana.


Como el agotamiento empezaba a hacer mella en mi gastado cuerpo, pregunte a Jack, el gasolinero, por un hotel barato y cercano para dormir unas cuantas horas. Me indico que, si no era supersticioso, a unos 15 kilometros, habia una casa junto a las vías del tren, cuya dueña, viuda desde hacia años, alquilaba a los viajeros para poder sobrevivir. “¿Por qué supersticioso?”, pregunté. “Porque allí, no hace mucho, ocurrieron varias muertes que nadie logró esclarecer”, contestó misterioso. “Yo ya estoy muerto”, repuse, y tome el camino que me había indicado. La casa acojonaba un poco, lo reconozco, pero me negué a que mi mente fuese presa de una Psicosis estupida y alquilé una habitación para dos días, durante los cuales no ví a la dueña, tan solo a su hijo Norman.

Pronto anochecería y salí al porche a furmarme un pitillo. Observé el paisaje inhospito, desierto, tan vació como mi propia vida. Por un momento temí que el agujero negro en el que se había convertido mi alma, se apoderara también de mi mente. Pero entonces contemple algo que me dejó sin aliento: la puesta de sol ferroviaria más hermosa de la que podría disfrutar un hombre. Me dije. “Si algo así me conmueve, aún queda esperanza para mi”. Y por primera vez me permití pensar, con deleite, en Carol y su culazo.


Epílogo: El caso del asesinato de Jason Travis se cerró como una pelea de borrachos más. Bastante trabajo tiene la policia, como para perder el tiempo investigando crimenes de basura que está mucho mejor muerta….
                                                                                     The end

(Museo Thyssen-Bornemisza, del 12 de junio al 16 de septiembre de 2012)

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