Solemos decir que la
inteligencia militar es a la inteligencia lo que la música militar
es a la música. Extendamos la idea a la justicia y nos estaremos
aproximando a La Conspiración, excelente película sobre el juicio a
los presuntos asesinos de Abraham Lincoln, en el marco de los actos
finales de la Guerra Civil estadounidense y en un entorno de
desconfianza y odio mutuo entre bandos. La nación está destrozada
material y emocionalmente y el Secretario de Defensa considera que la
normalización pasa por una resolución rápida de la causa por el
magnicidio. Un joven abogado asume la defensa de Mary Surratt,
acusada de conspiración para el asesinato, y madre de un posible
implicado ausente y comprobará que la justicia no necesariamente es
el objetivo oficial. Ambos personajes cuentan con extraordinarias interpretaciones a cargo de James McAvoy como el
abogado Frederick Aiken y sobre todo de Robin Wright como Mary Surratt. Si la dignidad
tuviera cara y expresión, la suya sería una de las posibles.
A través de un episodio
histórico bien conocido, la película es un magnífico viaje a
través de las miserias colectivas humanas, la suciedad que puede
esconderse debajo de la capa superficial de barniz de honorabilidad
social, de la división fácil del mundo entre lo propio y lo
extraño. De las razones de Estado como excusa que lo justifica todo.
En definitiva, del miedo. Lo escalofriante es que gran cantidad de
los factores principales del relato resultan de absoluta actualidad,
un siglo y medio después.
Afortunadamente en estos
tiempos de desesperanza y en los que la democracia misma y el Estado
de Derecho están gravemente amenazados, resulta reconfortante que
todavía exista gente como Robert Redford, dispuesta a recordarnos
que el fin nunca justifica los medios, no importa lo excepcional que
sea la situación. Y que la memoria histórica no debe ser enterrada,
sino tenida muy presente.
Al salir de la película es conveniente contener las ganas de romper cosas. Mejor metalizarse antes de entrar.
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